jueves, 10 de mayo de 2007

El comerciante de vino y los palermitanos


Diego Velo se levantó como cada mañana y se vistió para salir a la calle. Aunque comenzaban a asomar los primeros rayos primaverales aún hacía algo de fresco por las calles de la ciudad. Se puso la chaqueta y antes de salir se colocó la coppola de cuadros que le habían regalado al llegar a la ciudad.

No tardó en alcanzar las calles del mercado de Ballaró. Las pequeñas callejuelas estaban atestadas de gente, niños jugueteando entre los puestos de manzanas, entrañables viejecitas vestidas de riguroso negro esquivando a los muchachos cargadas de bolsas, los clásicos compradores y algún que otro carricoche o ciclomotor pitando y haciendo estragos entre los viandantes. Pero, sin duda, lo que daba color a aquel mercado eran sus vendedores.

Diego saludó al pollero, compró una barra de pan en la panadería Lo Coco, donde hacían la mejor ricotta de toda la ciudad, saludó al quesero y aspiró el fuerte olor del queso de cabra aderezado con peperoncino. Se detuvo frente a la verdulería de su amigo Totó y estuvo charlando un rato con él, al final se acabó llevando un kilo de tomates y un par de brócolis recién cogidos. Se encontró con Enzo Orlando y le saludó de forma casi reverencial, más como se saluda a una imagen religiosa que a una persona, frente al puestecillo de Ciccio, el vendedor ambulante de sfincione, cuyo carrito colmaba Ballaró de ese olor a tomate y alcachofa tan característico de aquella comida.

Siguió con sus compras y se detuvo en la charcutería, no sin antes desear un buen fin de semana a la vieja de las especias y su marido. Se levantó la coppola y se rascó la cabeza pensando si compraría grana padano o un poco de gorgonzola picante y de repente algo le sorprendió. A su lado entre mortadelas y salamis había una pareja joven, tendrían treinta y pocos años y ella estaba embarazada de pocos meses, pero lo que le llamó la atención era que hablaban en español. Los saludó y les preguntó que hacían por allí, les compró lo que querían y el charcutero tuvo que hacerles un precio legal y no la tarifa que aplicaban a los desconocidos.

Entre pescados y carnes, entre niños y ancianos, entre mujeres y hombres se abrieron paso por el infestado Ballaró y Diego les dio un par de consejos para desenvolverse por la ciudad. Ante tanta amabilidad la pareja insistió en invitarle a un café, que Diego rehusó educadamente, con aquella cortesía característica norteña que le caracterizaba, pero los asturianos tanto le insistieron que acabo por ceder y los llevó al café Roma donde el señor Vecchio servía un portentoso capuchino y donde la decoración recordaba el esplendor pasado de los años veinte.

Con olor a café y a birra moretti el matrimonio pidió a Diego que les contará más cosas sobre el lugar, las gentes y sus costumbres. Diego les dijo que el tiempo se le echaba encima pero que les contaría una vieja historia que él había oído de un amigo, Michelle Grana.

Hacía unos años, cuantos, era algo que no recordaba el propio Grana, un comerciante de vino tuvo una buena añada. En vista de su éxito y decidido a triunfar en el mercado vinícola consultó la prensa internacional para saber cual era el lugar donde mejor se pagaba aquel vino dulzón. Todo indicaba que cierta isla mediterránea era el lugar idóneo para llevar a cabo sus negocios. Embarcó toda su producción y prometió pagar a los transportistas en cuanto vendiera su mercancía.

Al llegar al puerto de la capital de la isla decidió despejarse con un poco de café. Allí se encontró con una joven que le preguntó a que venía a la isla, ya que, le había notado extranjero. El mercader señaló su barco y dijo “Toda la bodega va cargada de vino y lo venderé todo aquí”. Se despidieron y la chica fue a ver a su padre y le contó lo que había escuchado en el puerto. Su padre que también era comerciante de vinos se asustó y trazó un plan.

Cuando el comerciante extranjero volvía hacia su barco llegó hasta sus pituitarias un olor a vino dulzón. Alarmado y creyendo haber perdido su carga corrió hacia los muelles, pero una vez arribado descubrió que no era su vino, sino que un hombre vaciaba una tras otra garrafas de vino enteras. Le preguntó que porque hacía aquello a lo cual el comerciante local respondió:”Ayer, el gobierno decretó la ley seca e impuso severas penas para todos aquellos que vendan, compren o incluso posean vino”. El comerciante se maldijo de su suerte puesto que habían descargado el cargamento y no tenía dinero para pagar los costes de transportes, además si la policía preguntaba por el vino lo encarcelarían. El lugareño se ofreció a hacer un trato, “Pídeme lo que quieras y te lo daré a cambio de todo tu vino, yo soy de aquí y tengo los contactos necesarios para deshacerme del cargamento, pero no me pidas ni dinero, ni tierras ni bienes de los que se compran y se venden, ya que como ves estoy en la misma situación que tú”.

El viajero, al verse sin otra salida aceptó el trato. Siendo mediodía y tratando de ahogar sus penas el extranjero paseó por la ciudad, y al acercarse a un mercado preguntó por el precio del vino y le dijeron que allí se vendía a precio de oro. Él se desesperó por el engaño sufrido y aún se deprimió más. Unos hombres se le acercaron y le invitaron a jugar a los dados con ellos, pero el comerciante no tenía nada con lo que apostar. Los hombres le dijeron que si perdía debería hacer lo que ellos le mandaran y el extranjero aceptó incautamente. Sin embargo, la suerte no estaba de su lado y perdió la partida, los tres hombres le dijeron: “Te ordenamos que en el plazo de un día te comas toda la pasta de la isla sin dejar ni siquiera un macarrón, la puedes cocinar de la forma que desees pero no podrá quedar nada”. El desgraciado extranjero aceptó, pero dijo que lo haría al iniciarse el nuevo día.

El comerciante apesadumbrado y deambulando como alma en pena se alejó de allí con tan mala suerte de que tropezó con un ciego. El perro de este comenzó a ladrarle, su amo le cogió de la ropa y comenzó a gritar: “Este hombre es el que mató a mi otro perro, sin duda mi can lo ha reconocido, al fin he atrapado al asesino de perros, vayamos a ver al juez”. Pasaba por allí una anciana que se apiadó del pobre extranjero y se erigió en su fiadora diciendo al ciego que a primera hora de la mañana se encontrarían en el juzgado.

Al alejarse de la plaza le dijo: “La gente de esta ciudad trata así a todos los forasteros, pero tranquilo, todas las noches se reúnen con un hombre viejo, al que llaman capo, que es su líder y el que les enseña todas sus tretas. Allí le cuentan lo que hacen y él les corrige los fallos cometidos. Tengo ropa de mi hijo así que te podrás disfrazar y podrás ir donde se juntan, puede ser que allí encuentres la solución a tus problemas.”

Llegó el anochecer y allí estaba el extranjero, entre el gentío que se arremolinaba en la plaza de Vucciria. Sobre un cajón de madera estaba sentado un hombre, que sin duda era el más viejo de entre los que allí se encontraban. Vio como se levantaba el mercader de vino que le había engañado y contaba orgulloso el episodio de la mañana. El capo le recriminó su falta de acierto y le dijo: “¿Y si el extranjero te pide que le des la mano de tu única hija? ¿Qué harás entonces? No tienes herederos y meterás en tu casa a un extraño que por nuestras leyes tendrá el privilegio de ser tu sucesor, y hará y deshará en tu familia y tus tierras a su antojo, ¿Acaso quieres que tu hijo sea alguien que no has elegido tú?”. Y el mercader dijo “Es extranjero, no conoce nuestras normas y no se le ocurrirá pensar en eso”. Hablaron después los tres jugadores de dados y narraron su timo y el viejo les respondió: “Habéis errado tanto como el anterior, pues él puede deciros: yo prometí comerme toda la pasta de la isla, pero vosotros primero arad todos los campos de trigo y con el grano haced pasta, puesto que no quiero que quede ni un sólo grano de trigo que no haya sido convertido en pasta para comérmelo, puesto que sino habría faltado a mi palabra”. Se levantó por fin el ciego y el capo se enfadó aún más: “Desgraciado, ¿Y si el hombre reconoce que mató a tu perro pero que antes quiere matar al otro para que sus señorías comprueben que es el mismo modus operandi?”.

Cuando el comerciante escuchó todo esto se alegró mucho y un gran peso se le quitó de encima, marchó a casa de la vieja y con el poco dinero que le quedaba en los bolsillos le compró una bandeja de pasteles como agradecimiento. A la mañana siguiente visitó al vendedor de vino, a los tres jugadores y al ciego y les dijo todo lo que había oído decir al viejo, y los otros se vieron obligados a renunciar a sus pretensiones y a devolverle la mercancía.

La pareja se quedó maravillada con la historia de Diego mientras este apuraba de un largo trago el último sorbo de su birra moretti. Se despidió con un cortés saludo y cogió sus bolsas. Cuando iba a salir el marido le preguntó: “¿Cómo podemos localizaros si necesitamos algún consejo más?”. Diego sonrió y les entregó una tarjeta.

La pareja la leyó y cuando levantaron la cabeza su anfitrión ya se había marchado. La tarjeta rezaba:
DIEGO VELO RAMOS
Exportador - importador vinícola
Vicolo dil Giglio 7, 1
90133 Palermo.



1 comentario:

Anónimo dijo...

ese perfil holmesiano me recuerda a alguien... tú tenias una pipa, no? felicidades por tu blog!